jueves, 9 de diciembre de 2010

Tomás de Aquino: Ética

La ética tomista, como ocurre también en otros ámbitos, está inspirada en la filosofía de Aristóteles, más en concreto en su obra “Ética a Nicómaco”. Como la aristotélica, la ética de Tomás de Aquino es eudemonista y teleológica.
Con eudemonista queremos decir que considera que el objetivo final de la ética es la consecución de la Felicidad (Eudeimonia = Felicidad, en griego).
Cuando afirmamos que es teleológica (Telos = fin, en griego) nos referimos a que tiene como eje la idea de que todos los seres poseen una tendencia hacia unos fines. Fines que son un bien para ellos. En el caso de Santo Tomás, el fin último que persiguen todos los seres, como su mayor bien, es Dios.
El fin de todas las criaturas es conseguir la Felicidad absoluta. En el caso de los hombres ésta consistiría en la contemplación de Dios en el más allá, es decir, en la Beatitud. Para lograrla se requiere, además, la gracia divina (es un don de Dios).
Por consiguiente, llamaríamos acciones buenas a aquellas que llevan o son compatibles con la Beatitud; y malas a las que nos alejan, o son incompatibles con ésta.
Para actuar bien se requiere la Virtud que define Tomás de Aquino, siguiendo a Aristóteles, como el hábito selectivo de la razón que se forma mediante la repetición de acciones buenas. Existen dos tipos de virtudes: las intelectuales, aquellas que perfeccionan el intelecto; y, las morales, que consisten en la adecuación del apetito a la razón. La virtud moral consistiría en la elección del término medio para evitar el exceso o el defecto en nuestras acciones.

Solo el hombre, debido a su racionalidad, es capaz de tomar conciencia de sus propias tendencias. Por tanto, analizando estas tendencias, puede deducir de ellas ciertas normas de conducta propias de su naturaleza. A esta ley, que descubre el hombre investigando sus propias tendencias naturales, la llama, Tomás de Aquino, Ley Natural.
La Ley Natural es, a juicio de Santo Tomás:

- Evidente: objetiva y fácilmente cognoscible. Solo se requiere una atenta contemplación de las propias tendencias.
- Universal: común para todos los hombres. Todos los hombres comparten las mismas tendencias y, por tanto, la misma Ley.
- Inmutable: permanente y constante. No se ve afectada, al igual que la naturaleza humana, por los vaivenes de la historia.

Una de las tendencias humanas que se refleja en la Ley Natural es la necesidad de la vida en sociedad. La vida en sociedad requiere unas normas legales que la regulen. A esta Ley para la organizar la convivencia en sociedad de los humanos, y que surge como una exigencia de la Ley Natural, la llama, Santo Tomás, Ley Positiva.
La Ley Positiva no es entonces el resultado de un acuerdo o convención humana, sino la consecuencia de las tendencias naturales del hombre que se manifiestan en la Ley Natural.
En este sentido, podemos decir que la Ley Positiva es una prolongación de la Ley Natural que es de carácter general. La Ley Positiva regula, concreta y precisamente, las normas que rigen las particularidades de la convivencia humana.
Además, no puede existir contradicción entre la Ley Natural y la Positiva. La Ley Positiva debe respetar las exigencias de la Ley Natural, no puede ir contra las tendencias naturales del hombre.
Esta concepción demuestra que, para Tomás de Aquino, no existe diferencia entre la Moral (tendencias naturales del hombre) y el Derecho (Ley Positiva).

Por otra parte, y volviendo a la Ley Natural, afirma el dominico, que la Ley Natural del hombre forma parte de la ordenación general que Dios establece para toda la naturaleza o universo. A esta ley general de Dios la denomina Ley Eterna.
La Ley Natural sería la parte de la Ley Eterna que concierne a los humanos y que regula su comportamiento.

Tomás de Aquino: Esencia y Existencia


Toda la Filosofía Cristiana comparte la Doctrina de la Creación. El enfoque de Santo Tomás subraya la diferencia radical entre Dios y los seres creados.
Dios, principio primero, se caracteriza por su simplicidad (Dios es uno, e idéntico a sí mismo). Los seres, por el contrario, se distinguen por ser compuestos.
En los seres creados se puede diferenciar, según, Tomás de Aquino, entre Esencia y Existencia. La Esencia es lo que la cosa es; la Existencia es el hecho de que existe. Diferenciemos estos conceptos a través de un ejemplo: diríamos que la Esencia del hombre consiste en ser un animal racional; a cerca de su Existencia caben dos posibilidades (si o no) según respondamos a la pregunta ¿existen hombres? De cualquier manera el hecho de la existencia o no, no afecta a la Esencia. La Esencia del hombre seguirá siendo la misma independientemente de que existan hombres o no.
Diferenciar en las criaturas (seres creados) entre Esencia y Existencia es una consecuencia del carácter contingente de estos seres.
Para explicar esta relación, Esencia-Existencia, Santo Tomás acude a los términos aristotélicos de Potencia y Acto. La Esencia es una potencia, puede existir o no. La Existencia sería la puesta en acto de la capacidad de existir de la Esencia. La Existencia es un acto de la Esencia.
En los seres se puede distinguir entre Esencia y Existencia, pero ¿qué ocurre con Dios? En Dios su Esencia incluye su Existencia. La Esencia de Dios es su ser. Dios es pura Esencia, sin limitación y que incluye todas las perfecciones.

Conocimiento, Razón-Fe y Vías en Tomás de Aquino

Funcionamiento del entendimiento humano

Tomás de Aquino afirma la inmaterialidad del conocimiento y del alma, es decir, el entendimiento tiene por objeto el ser de todo lo real, sin limitación.
Sin embargo, en el Ser Humano el entendimiento está vinculado necesariamente al cuerpo, a los órganos de conocimiento de éste, es decir, a los sentidos. Así, el entendimiento humano solo puede tener como objeto el ser de las realidades materiales sensibles y no todo lo real.

Esta forma de entender el conocimiento es consecuencia de la concepción general que sobre el hombre tiene Tomás de Aquino. Santo Tomás comparte con Aristóteles la idea de que el hombre es una unión sustancial de cuerpo y alma. Cuerpo y alma son dos sustancias diferentes pero inseparables. Esta concepción proviene de la tesis aristotélica del Hilemorfismo que considera que todo ente (ser) está compuesto de materia (Hylé) y forma (Morphé). Aplicada al ser humano la materia correspondería al cuerpo y la forma al alma.

La vinculación entre entendimiento y cuerpo (sentidos) impone que el conocimiento empiece por lo sensible. Los conceptos (universales) se elaborarán a partir de los datos aportados por los sentidos.
Pero entonces, ¿cómo es posible el conocimiento intelectual (racional)?¿Cómo se pasa de lo sensible a los conceptos? Los conceptos y las percepciones sensibles son realidades muy diferentes. Los conceptos son universales. Por ejemplo: el concepto ser Humano, que podríamos definir como animal inteligente, libre, etc., no se refiere a un individuo concreto y es válido para todos los humanos, en ese sentido decimos que es universal. Al contrario, las percepciones no son universales, sino particulares. No percibimos al ser humano, sino a un ser humano en concreto.
Entonces, ¿cómo pasamos de la individualidad de las percepciones sensibles a la universalidad de los conceptos? La respuesta de Tomás de Aquino se resume en una palabra: Abstracción. Es la capacidad que tiene el entendimiento humano de extraer conceptos a partir de los datos sensibles. Santo Tomás reconoce en el hombre una doble capacidad:
Capacidad de universalizar, es decir, la función abstractiva, a la que llama Entendimiento Agente.
Capacidad de conocer universales, es decir, la función cognoscitiva a la que denomina Entendimiento Posible.

Podemos reconstruir el proceso de conocimiento de los conceptos universales del siguiente modo: Las percepciones captadas por los sentidos dejan en la memoria una imagen particular. El Entendimiento Agente actúa sobre estas imágenes despojándolas de sus elementos individuales hasta que no queda nada en ello de particular, se convierte en un concepto universal. Sobre este universal actúa la segunda capacidad (Entendimiento Posible) conociéndolo.
El conocimiento, propiamente dicho, es el conocimiento de los universales. De los datos sensibles no se puede decir que tengamos conocimiento, sino percepción. Lo referido a las imágenes de nuestra memoria es la imaginación, no el entendimiento.


Relaciones entre Razón y Fe

El edificio del conocimiento, como hemos comprobado antes, debe comenzarse desde abajo. Desde los sensible hacia lo inteligible.
Pero, ¿podremos obtener, entonces, un conocimiento completo de las realidades inteligibles que están más allá de lo sensible? La respuesta de Tomás de Aquino es: no. El conocimiento de las realidades superiores al que podemos aspirar a través de nuestro conocimiento es limitado. Nuestro conocimiento, al estar vinculado necesariamente a los sentidos y partir de ellos, está imposibilitado de alcanzar el conocimiento perfecto de lo inmaterial. Tomemos como ejemplo a Dios, la más importante de las realidades suprasensibles. Pues bien, la razón humana jamás podrá alcanzar un conocimiento completo y perfecto de Dios. Nuestro conocimiento racional de Dios será siempre imperfecto, incompleto y analógico. Con analógico se refiere a que el conocimiento que tengamos de Dios lo obtendremos por la analogía que descubrimos entre las cosas de este mundo y su causa, Dios. Es decir, contemplando las cosas de este mundo (lo creado) podremos conocer algo, por similitud, de Dios (el creador). Conocemos al creador a partir de lo creado.
No obstante, Santo Tomás cree que podemos conocer a Dios y las realidades superiores completa y perfectamente, por supuesto, no a través de la razón, sino de otra forma de conocimiento de que disponemos los humanos: la Fe.
La Fe es capaz de conocer más allá de los límites de la razón. A través de la revelación (información transmitida directamente por Dios a los hombres) la Fe aporta al hombre un conocimiento que no puede alcanzar con la razón.
Fe y Razón son dos formas de conocimiento distintas pero que, sin embargo, tienen algunos puntos en común. Ambas se preocupan de explicar a Dios, el alma, y el mundo.
La concepción de Tomás de Aquino sobre esta relación es positiva. En la época de nuestro autor se ha desató una enorme polémica sobre esta cuestión. Se dieron posturas completamente enfrentadas: desde los que sometían a la razón como herramienta de la Fe, hasta los que proclaman la contradicción entre Razón y Fe.
Santo Tomás considera que Razón y Fe pueden y deben colaborar mutuamente:
La razón puede ayudar a la Fe:
- Aportándole procedimientos de ordenación racional-científica (sistema de proposiciones).
- Adiestrándola en el uso de armas dialécticas para enfrentarse a afirmaciones contrarias a la Fe (herejías y otras religiones).
- Entregándole los datos de la ciencia que apoyen y expliquen artículos de la Fe.
La Fe, a su vez, ayuda a la Razón de la siguiente manera:
- Sirve de norma a la Razón. Si los resultados de la investigación racional son contrarios a la Fe, la razón sabrá que está equivocada. Es decir, la Fe aporta a la Razón un criterio de verdad. Se trata de un criterio extrínseco (exterior a la propia Razón) y negativo, es decir, no le dice lo que está bien, sino lo que está mal.

De todas maneras, Santo Tomás piensa que es imposible la contrariedad entre Razón y Fe, y si la hay es por error nuestro. Fe y Razón deben coincidir necesariamente porque ambas provienen de la misma fuente. Las verdades de la Fe son reveladas al hombre por el mismo Dios. La Razón, por su parte, es un don entregado al hombre por su creador, Dios. Es imposible, por tanto, que Dios nos diga una cosa con la Razón y otra distinta a través la Fe. Ambas deben coincidir.


Conocimiento de Dios (Cinco Vías)

Tomás de Aquino considera que una de las tareas fundamentales de la Razón es la demostración de la existencia de Dios. A través de la Razón podremos saber de su existencia, que no es lo mismo que conocerlo completamente.
Como ya sabemos, nuestro conocimiento, según Santo Tomás, comienza por lo sensible. Por tanto, las pruebas de la existencia de Dios también deberán partir de datos aportados por los sentidos.
El filósofo dominico descubre en la naturaleza cinco datos cuya explicación exige la existencia de Dios. Estos datos de la naturaleza se convierten en vías para la demostración de la existencia de Dios.
Las Cinco Vías de Santo Tomás comparten la misma estructura que podemos ordenar en cuatro fases:

- Se parte de un hecho observado en la naturaleza.
- Se le aplica el Principio de Causalidad.
- Se hace ver la imposibilidad de una serie infinita de causas.
- Afirmación de Dios como primera causa.

Las Cinco Vías son las siguientes:

Vía del Movimiento: El movimiento es un hecho de la naturaleza. Observamos también que todo lo que se mueve, tiene su causa en otro (es movido por otro). Sin embargo, si aplicásemos esto infinitamente no podríamos dar razón del movimiento actual, se requiere un primer motor (inmóvil, sino no sería el primer motor) que explique todos los movimientos posteriores. Ese primer motor, que mueve sin ser movido, es identificado por Tomás de Aquino con Dios.


Vía de la Causa: en la naturaleza contemplamos continuamente la relación causa-efecto, es decir, que una cosa (causa) da lugar a otra (efecto). No apreciamos en la naturaleza nada que sea causa de si mismo. Todos los efectos tienen una causa que, a su vez, ha sido causada por otra. Sin embargo, si llevamos este planteamiento al infinito no podremos explicar los efectos que ahora observamos. Se requiere una primera causa que de razón de todas las demás causas y efectos. Esa Primera Causa, causa de sí misma (si no, no sería la primera), solo puede ser Dios.


Vía de la Contingencia: En la naturaleza contemplamos por doquier seres contingentes, es decir, seres que pueden existir o no, sometidos al nacimiento y la muerte. Estos seres contingentes, ya que en algún momento no existieron, no pueden ser causa de sí mismos. La existencia les vino de otro ser, que no puede ser contingente (si no la existencia también le vendría de otro), sino necesario. El único ser necesario es Dios.


Vía de la Perfección: en los hechos de la naturaleza encontramos verdad, bondad, nobleza en distintos grados (en algunos más en otros menos). Ahora bien, el más y el menos toman su sentido comparándolos con el máximo. No puede existir una cadena infinita de “mases” tiene que existir un máximo que, a su vez, da sentido a todos los demás grados. El máximo de todas las perfecciones, y causa de las que encontremos en la naturaleza, es Dios.


Vía del Orden o de la Causa Final: En la naturaleza observamos como todas las cosas se mueven hacia algo que es un bien para ellas, persiguen su perfección. Ahora bien, como es posible que las cosas que carecen de inteligencia se conduzcan de esta manera. La única explicación posible es que una inteligencia superior las ordene hacia su perfección. Esta inteligencia, que dirige todas las cosas, es Dios.

De esta forma, partiendo de los seres del mundo, considerados como efectos, llega Santo Tomás, hasta Dios entendido como Causa.

domingo, 5 de diciembre de 2010

Texto de Ortega y Gaset

ORTEGA Y GASSET, J:
El Tema de Nuestro Tiempo. Obras Completas, vol III, cap. X. Rev. de Occ. Madrid.1966, pp. 197-203
(Marcados en color los fragmentos que caído en selectividad en los últimos años)

“La doctrina del punto de vista”
Contraponer la cultura a la vida y reclamar para ésta la plenitud de sus derechos frente a aquélla no es hacer profesión de fe anticultural. Si se interpreta así lo dicho anteriormente, se practica una perfecta tergiversación. Quedan intactos los valores de la cultura; únicamente se niega su exclusivismo. Durante siglos se viene hablando exclusivamente de la necesidad que la vida tiene de la cultura. Sin desvirtuar lo más mínimo esta necesidad, se sostiene aquí que la cultura no necesita menos de la vida. Ambos poderes -el inmanente de lo biológico y el trascendente de la cultura- quedan de esta suerte cara a cara, con iguales títulos, sin supeditación del uno al otro. Este trato leal de ambos permite plantear de una manera clara el problema de sus relaciones y preparar una síntesis más franca y sólida. Por consiguiente, lo dicho hasta aquí es sólo preparación para esa síntesis en que culturalismo y vitalismo, al fundirse, desaparecen.
Recuérdese el comienzo de este estudio. La tradición moderna nos ofrece dos maneras opuestas de hacer frente a la antinomia entre vida y cultura. Una de ellas, el racionalismo, para salvar la cultura niega todo sentido a la vida. La otra, el relativismo, ensaya la operación inversa: desvanece el valor objetivo de la cultura para dejar paso a la vida. Ambas soluciones, que a las generaciones anteriores parecían suficientes, no encuentran eco en nuestra sensibilidad. Una y otra viven a costa de cegueras complementarias. Como nuestro tiempo no padece esas obnubilaciones, como se ve con toda claridad en el sentido de ambas potencias litigantes, ni se aviene a aceptar que la verdad, que la justicia, que la belleza no existen, ni a olvidarse de que para existir necesitan el soporte de la vitalidad.
Aclaremos este punto concretándonos a la porción mejor definible de la cultura: el conocimiento.
El conocimiento es la adquisición de verdades, y en las verdades se nos manifiesta el universo trascendente (transubjetivo) de la realidad. Las verdades son eternas, únicas e invariables. ¿Cómo es posible su insaculación dentro del sujeto?. La respuesta del Racionalismo es taxativa: sólo es posible el conocimiento si la realidad puede penetrar en él sin la menor deformación. El sujeto tiene, pues, que ser un medio transparente, sin peculiaridad o color alguno, ayer igual a hoy y mañana por tanto, ultravital y extra-histórico. Vida es peculiaridad, cambio, desarrollo; en una palabra: historia. La respuesta del relativismo no es menos taxativa. El conocimiento es imposible; no hay una realidad trascendente, porque todo sujeto real es un recinto peculiarmente modelado. Al entrar en él la realidad se deformaría, y esta deformación individual sería lo que cada ser tomase por la pretendida realidad.
Es interesante advertir cómo en estos últimos tiempos, sin común acuerdo ni premeditación, psicología, y teoría del conocimiento, al revisar los hechos de que ambas actitudes partían, han tenido que rectificarlos, coincidiendo en una nueva manera de plantear la cuestión.
El sujeto, ni es un medio transparente, un "yo puro" idéntico e invariable, ni su recepción de la realidad produce en ésta deformaciones. Los hechos imponen una tercera opinión, síntesis ejemplar de ambas. Cuando se interpone un cedazo o retícula en una corriente, deja pasar unas cosas y detiene otras; se dirá que las selecciona, pero no que las deforma. Esta es la función del sujeto, del ser viviente ante la realidad cósmica que le circunda. Ni se deja traspasar sin más ni más por ella, como acontecería al imaginario ente racional creado por las definiciones racionalistas, ni finge él una realidad ilusoria. Su función es claramente selectiva. De la infinidad de los elementos que integran la realidad, el individuo, aparato receptor, deja pasar un cierto número de ellos, cuya forma y contenido coinciden con las mallas de su retícula sensible. Las demás cosas, -fenómenos, hechos, verdades- quedan fueran, ignoradas, no percibidas.
Un ejemplo elemental y puramente fisiológico se encuentra en la visión y en la audición. El aparato ocular y el auditivo de la especie humana reciben ondas vibratorias desde cierta velocidad mínima hasta cierta velocidad máxima. Los colores y sonidos que queden más allá o más acá de ambos límites le son desconocidos. Por tanto, su estructura vital influye en la recepción de la realidad; pero esto no quiere decir que su influencia o intervención traiga consigo una deformación. Todo un amplio repertorio de colores y sonidos reales, perfectamente reales, llega a su interior y sabe de ellos.
Como son los colores y sonidos acontece con las verdades. La estructura psíquica de cada individuo viene a ser un órgano perceptor, dotado de una forma determinada que permite la comprensión de ciertas verdades y está condenado a inexorable ceguera para otras. Así mismo, para cada pueblo y cada época tienen su alma típica, es decir, una retícula con mallas de amplitud y perfil definidos que le prestan rigorosa afinidad con ciertas verdades e incorregible ineptitud para llegar a ciertas otras. Esto significa que todas las épocas y todos los pueblos han gozado su congrua porción de verdad, y no tiene sentido que pueblo ni época algunos pretendan oponerse a los demás, como si a ellos les hubiese cabido en el reparto la verdad entera. Todos tienen su puesto determinado en la serie histórica; ninguno puede aspirar a salirse de ella, porque esto equivaldría a convertirse en un ente abstracto, con integra renuncia a la existencia.
Desde distintos puntos de vista, dos hombres miran el mismo paisaje. Sin embargo, no ven lo mismo. La distinta situación hace que el paisaje se organice ante ambos de distinta manera. Lo que para uno ocupa el primer término y acusa con vigor todos sus detalles, para el otro se halla en el último, y queda oscuro y borroso. Además, como las cosas puestas unas detrás se ocultan en todo o en parte, cada uno de ellos percibirá porciones del paisaje que al otro no llegan. ¿Tendría sentido que cada cual declarase falso el paisaje ajeno?. Evidentemente, no; tan real es el uno como el otro. Pero tampoco tendría sentido que puestos de acuerdo, en vista de no coincidir sus paisajes, los juzgasen ilusorios. Esto supondría que hay un tercer paisaje auténtico, el cual no se halla sometido a las mismas condiciones que los otros dos. Ahora bien, ese paisaje arquetipo no existe ni puede existir. La realidad cósmica es tal, que sólo puede ser vista bajo una determinada perspectiva. La perspectiva es uno de los componentes de la realidad. Lejos de ser su deformación, es su organización. Una realidad que vista desde cualquier punto resultase siempre idéntica es un concepto absurdo.
Lo que acontece con la visión corpórea se cumple igualmente en todo lo demás. Todo conocimiento es desde un punto de vista determinado. La species aeternitatis, de Spinoza, el punto de vista ubicuo, absoluto, no existe propiamente: es un punto de vista ficticio y abstracto. No dudamos de su utilidad instrumental para ciertos menesteres del conocimiento; pero es preciso no olvidar que desde él no se ve lo real. El punto de vista abstracto sólo proporciona abstracciones.
Esta manera de pensar lleva a una reforma radical de la filosofía y, lo que importa más, de nuestra sensación cósmica.
La individualidad de cada sujeto era el indominable estorbo que la tradición intelectual de los últimos tiempos encontraba para que el conocimiento pudiese justificar su pretensión de conseguir la verdad. Dos sujetos diferentes -se pensaba- llegarán a verdades divergentes. Ahora vemos que la divergencia entre los mundos de dos sujetos no implica la falsedad de uno de ellos. Al contrario, precisamente porque lo que cada cual ve es una realidad y no una ficción, tiene que ser su aspecto distinto del que otro percibe. Esa divergencia no es contradicción, sino complemento. Si el universo hubiese presentado una faz idéntica a los ojos de un griego socrático que a los de un yanqui, deberíamos pensar que el universo no tiene verdadera realidad, independiente de los sujetos. Porque esa coincidencia de aspecto ante dos hombres colocados en puntos tan diversos como son la Atenas del siglo V y la Nueva York del XX indicaría que no se trataba de una realidad externa a ellos, sino de una imaginación que por azar se producía idénticamente en dos sujetos.
Cada vida es un punto de vista sobre el universo. En rigor, lo que ella ve no lo puede ver otra. Cada individuo -persona, pueblo, época- es un órgano insustituible para la conquista de la verdad. He aquí cómo ésta, que por sí misma es ajena a las variaciones históricas, adquiere un dimensión vital. Sin el desarrollo, el cambio perpetuo y la inagotable aventura que constituyen la vida, el universo, la omnímoda verdad, quedaría ignorada.
El error inveterado consistía en suponer que la realidad tenía por sí misma, e independientemente del punto de vista que sobre ella se tomara, una fisonomía propia. Pensando así, claro está, toda visión de ella desde un punto determinado no coincidiría con ese su aspecto absoluto y, por tanto, sería falsa. Pero es el caso que la realidad, como un paisaje, tienen infinitas perspectivas, todas ellas igualmente verídicas y auténticas.
La sola perspectiva falsa es esa que pretende ser la única. Dicho de otra manera: lo falso es la utopía, la verdad no localizada, vista desde . El utopista -y esto ha sido en esencia el racionalismo- es el que más yerra, porque es el hombre que no se conserva fiel a su punto de vista, que deserta de su puesto.
Hasta ahora la filosofía ha sido siempre utópica. Por eso pretendía cada sistema valer para todos los tiempos y para todos los hombres. Exenta de la dimensión vital, histórica, perspectivista, hacía una y otra vez vanamente su gesto definitivo. La doctrina del punto de vista exige, en cambio, que dentro del sistema vaya articulada la perspectiva vital de que ha emanado, permitiendo así su articulación con otros sistemas futuros o exóticos. La razón pura tiene que ser sustituida por una razón vital, donde aquélla se localice y adquiera movilidad y fuerza de transformación.
Cuando hoy miramos las filosofías del pasado, incluyendo las del último siglo, notamos en ellas ciertos rasgos de primitivismo. Empleo esta palabra en el estricto sentido que tiene cuando es referida a los pintores del quattrocento. ¿Por qué llamamos a éstos "primitivos"? ¿En qué consiste su primitivismo? En su ingenuidad, en su candor -se dice-. Pero ¿cuál es la razón del candor y de la ingenuidad, cuál su esencia? Sin duda, es el olvido de sí mismo. El pintor primitivo pinta el mundo desde su punto de vista -bajo el imperio de las ideas, valoraciones, sentimientos que le son privados-, pero cree que lo pinta según él es. Por lo mismo, olvida introducir en su obra su personalidad; nos ofrece aquélla como si se hubiera fabricado a sí misma, sin intervención de un sujeto determinado, fijo en un lugar del espacio y en un instante del tiempo. Nosotros, naturalmente, vemos en el cuadro el reflejo de su individualidad y vemos, a la par, que él no la veía, que se ignoraba a si mismo y se creía una pupila anónima abierta sobre el universo. Esta ignorancia de sí mismo es la fuente encantadora de la ingenuidad.
Mas la complacencia que el candor nos proporciona incluye y supone la desestima del candoroso. Se trata de un benévolo menosprecio. Gozamos del pintor primitivo, como gozamos del alma infantil, precisamente, porque nos sentimos superiores a ellos. Nuestra visión del mundo es mucho más amplia, más compleja, más llena de reservas, encrucijadas, escotillones. Al movernos en nuestro ámbito vital sentimos éste como algo ilimitado, indomable, peligroso y difícil. En cambio al asomarnos al universo del niño o del pintor primitivo vemos que es un pequeño circulo, perfectamente concluso y dominable, con un repertorio reducido de objetos y peripecias. La vida imaginaria que llevamos durante el rato de esa contemplación nos parece un juego fácil que momentáneamente nos liberta de nuestra grave y problemática existencia. La gracia del candor es, pues, la delectación del fuerte en la flaqueza del débil.
El atractivo que sobre nosotros tienen las filosofías pretéritas es del mismo tipo. Su claro y sencillo esquematismo, su ingenua ilusión de haber descubierto toda la verdad, la seguridad con que se asientan en fórmulas que suponen inconmovibles nos dan la impresión de un orbe concluso, definido y definitivo, donde ya no hay problemas, donde todo está ya resuelto. Nada más grato que pasear unas horas por mundos tan claros y tan mansos. Pero cuando tornamos a nosotros mismos y volvemos a sentir el universo con nuestra propia sensibilidad, vemos que el mundo definido por esas filosofías no era, en verdad el mundo, sino el horizonte de sus autores. Lo que ellos interpretaban como limite del universo, tras el cual no había nada más, era sólo la línea curva con que su perspectiva cerraba su paisaje. Toda filosofía que quiera curarse de ese inveterado primitivismo, de esa pertinaz utopía, necesita corregir ese error, evitando que lo que es blando y dilatable horizonte se anquilose en mundo.
Ahora bien; la reducción o conversión del mundo a horizonte no resta lo más mínimo de realidad a aquél; simplemente lo refiere al sujeto viviente, cuyo mundo es, lo dota de una dimensión vital, lo localiza en la corriente de la vida, que va de pueblo en pueblo, de generación en generación, de individuo en individuo, apoderándose de la realidad universal.
De esta manera, la peculiaridad de cada ser, su diferencia individual, lejos de estorbarle para captar la verdad, es precisamente el órgano por el cual puede ver la porción de realidad que le corresponde. De esta manera, aparece cada individuo, cada generación, cada época como un aparato de conocimiento insustituible. La verdad integral sólo se obtiene articulando lo que el prójimo ve con lo que yo veo, y así sucesivamente. Cada individuo es un punto de vista esencial. Yuxtaponiendo las visiones parciales de todos se lograría tejer la verdad omnímoda y absoluta. Ahora bien: esta suma de las perspectivas individuales, este conocimiento de lo que todos y cada uno han visto y saben, esta omnisciencia, esta verdadera es el sublime oficio que atribuimos a Dios. Dios es también un punto de vista; pero no porque posea un mirador fuera del área humana que le haga ver directamente la realidad universal, como si fuera un viejo racionalista. Dios no es racionalista. Su punto de vista es el de cada uno de nosotros; nuestra verdad parcial es también verdad para Dios. ¡De tal modo es verídica nuestra perspectiva y auténtica nuestra realidad! Sólo que Dios, como dice el catecismo, está en todas partes y por eso goza de todos los puntos de vista y en su ilimitada vitalidad recoge y armoniza todos nuestros horizontes . Dios es el símbolo del torrente vital, al través de cuyas infinitas retículas va pasando poco a poco el universo, que queda así impregnado de vida, consagrado, es decir, visto, amado, odiado, sufrido y gozado.
Sostenía Malebranche que si nosotros conocemos, alguna verdad es porque vemos las cosas en Dios, desde el punto de vista de Dios. Más verosímil me parece lo inverso: que Dios ve las cosas al través de los hombres, que los hombres son los órganos visuales de la divinidad.
Por eso conviene no defraudar la sublime necesidad que de nosotros tiene, e hincándonos bien en el lugar que nos hallamos, con una profunda fidelidad a nuestro organismo, a lo que vitalmente somos, abrir bien los ojos sobre el contorno y aceptar la faena que nos propone el destino: el tema de nuestro tiempo.

Texto de Nietzsche

NIETZSCHE, F:
El Crepúsculo de los Ídolos. (Trad. A. Sánchez Pascual). Ed. Alianza. Madrid. 1979, pp.45-50.
‘La "razón" en la filosofía’
(Marcados en color los fragmentos que caído en selectividad en los últimos años)

1

Me pregunta usted qué cosas son idiosincrasia en los filósofos?... Por ejemplo, su falta de sentido histórico, su odio a la noción misma de devenir, su egipticismo. Ellos creen otorgar un honor a una cosa cuando la deshistorizan, sub specie aeterni [desde la perspectiva de lo eterno], cuando hacen de ella una momia. Todo lo que los filósofos han venido manejando desde hace milenios fueron momias conceptuales; de sus manos no salió vivo nada real. Matan, rellenan de paja, esos señores idólatras de los conceptos, cuando adoran, - se vuelven mortalmente peligrosos para todo, cuando adoran. La muerte, el cambio, la vejez, así como la procreación y el crecimiento son para ellos objeciones, - incluso refutaciones. Lo que es no deviene; lo que deviene no es... Ahora bien, todos ellos creen, incluso con desesperación, en lo que es. Mas como no pueden apoderarse de ello, buscan razones de por qué se les retiene. "Tiene que haber una ilusión, un engaño en el hecho de que no percibamos lo que es: ¿dónde se esconde el engañador? - "Lo tenemos, gritan dichosos, ¡es la sensibilidad! Estos sentidos, que también en otros aspectos son tan inmorales, nos engañan acerca del mundo verdadero. Moraleja: deshacerse del engaño de los sentidos, del devenir, de la historia [Historie], de la mentira, la historia no es más que fe en los sentidos, fe en la mentira. Moraleja: decir no a todo lo que otorga fe a los sentidos, a todo el resto de la humanidad: todo él es "pueblo". ¡Ser filósofo, ser momia, representar el monótono-teísmo con una mímica de sepulturero! - ¡Y, sobre todo, fuera el cuerpo, esa lamentable idée fixe [idea fija] de los sentidos!, ¡sujeto a todos los errores de la lógica que existen, refutado, incluso imposible, aun cuando es lo bastante insolente para comportarse como si fuera real! ... "

2

Pongo a un lado, con gran reverencia, el nombre de Heráclito. Mientras que el resto del pueblo de los filósofos rechazaba el testimonio de los sentidos porque éstos mostraban pluralidad y modificación, él rechazó su testimonio porque mostraban las cosas como si tuviesen duración y unidad. También Heráclito fue injusto con los sentidos. Estos no mienten ni del modo como creen los eléatas ni del modo como creía él, no mienten de ninguna manera. Lo que nosotros hacemos de su testimonio, eso es lo que introduce la mentira, por ejemplo la mentira de la unidad, la mentira de la coseidad, de la sustancia, de la duración... La "razón" es la causa de que nosotros falseemos el testimonio de los sentidos. Mostrando el devenir, el perecer, el cambio, los sentidos no mienten... Pero Heráclito tendrá eternamente razón al decir que el ser es una ficción vacía. El mundo "aparente" es el único: el "mundo verdadero" no es más que un añadido mentiroso...

3

-¡Y qué sutiles instrumentos de observación tenemos en nuestros sentidos! Esa nariz, por ejemplo de la que ningún filósofo ha hablado todavía con veneración y gratitud, es hasta este momento incluso el más delicado de los instrumentos que están a nuestra disposición: es capaz de registrar incluso diferencias mínimas de movimiento que ni siquiera el espectroscopio registra. Hoy nosotros poseemos ciencia exactamente en la medida en que nos hemos decidido a aceptar el testimonio de los sentidos, en que hemos aprendido a seguir aguzándolos, armándolos, pensándolos hasta el final. El resto es un aborto y todavía no-ciencia: quiero decir, metafísica, teología, psicología, teoría del conocimiento. 0 ciencia formal, teoría de los signos: como la lógica, y esa lógica aplicada, la matemática. En ellas la realidad no llega a aparecer, ni siquiera como problema; y tampoco como la cuestión de qué valor tiene en general ese convencionalismo de signos que es la lógica.

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La otra idiosincrasia de los filósofos no es menos peligrosa: consiste en confundir lo último y lo primero. Ponen al comienzo, como comienzo, lo que viene al final -¡por desgracia!, ¡pues no debería siquiera venir!- los "conceptos supremos", es decir, los conceptos más generales, los más vacíos, el último humo de la realidad que se evapora. Esto es, una vez más, sólo expresión de su modo de venerar: a lo superior no le es lícito provenir de lo inferior, no le es lícito provenir de nada... Moraleja: todo lo que es de primer rango tiene que ser causa sui [causa de sí mismo]. El proceder de algo distinto es considerado como una objeción, como algo que pone en entredicho el valor. Todos los valores supremos son de primer rango, ninguno de los conceptos supremos, lo existente, lo incondicionado, lo bueno, lo verdadero, lo perfecto ninguno de ellos puede haber devenido, por consiguiente tiene que ser causa sui. Mas ninguna de esas cosas puede ser tampoco desigual una de otra, no puede estar en contradicción consigo misma... Con esto tienen los filósofos su estupendo concepto "Dios"... Lo último, lo más tenue, lo más vacío es puesto como lo primero, como causa en sí, como ens realissimum [ente realísimo]... ¡Que la humanidad haya tenido que tomar en serio las dolencias cerebrales de unos enfermos tejedores de telarañas! - ¡Y lo ha pagado caro! ...

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- Contrapongamos a esto, por fin, el modo tan distinto como nosotros (digo nosotros por cortesía ... ) vemos el problema del error y de la apariencia. En otro tiempo se tomaba la modificación, el cambio, el devenir en general como prueba de apariencia, como signo de que ahí tiene que haber algo que nos induce a error. Hoy, a la inversa, en la exacta medida en que el prejuicio de la razón nos fuerza a asignar unidad, identidad, duración, sustancia, causa, coseidad, ser, nos vemos en cierto modo cogidos en el error, necesitados al error; aun cuando, basándonos en una verificación rigurosa, dentro de nosotros estemos muy seguros de que es ahí donde está el error. Ocurre con esto lo mismo que con los movimientos de una gran constelación: en éstos el error tiene como abogado permanente a nuestro ojo, allí a nuestro lenguaje. Por su génesis el lenguaje pertenece a la época de la forma más rudimentaria de psicología: penetramos en un fetichismo grosero cuando adquirimos consciencia de los presupuestos básicos de la metafísica del lenguaje, dicho con claridad: de la razón. Ese fetichismo ve en todas partes agentes y acciones: cree que la voluntad es la causa en general, cree en el "yo", cree que el yo es un ser, que el yo es una sustancia, y proyecta sobre todas las cosas la creencia en la sustancia-yo -así es como crea el concepto "cosa"... El ser es añadido con el pensamiento, es introducido subrepticiamente en todas partes como causa; del concepto "yo" es del que se sigue, como derivado, el concepto "ser"... Al comienzo está ese grande y funesto error de que la voluntad es algo que produce efectos, de que la voluntad es una facultad... Hoy sabemos que no es más que una palabra... Mucho más tarde, en un mundo mil veces más ilustrado, llegó a la consciencia de los filósofos, para su sorpresa, la seguridad, la certeza subjetiva en el manejo de las categorías de la razón: ellos sacaron la conclusión de que esas categorías no podían proceder de la empiria, - la empiria entera, decían, está, en efecto, en contradicción con ellas. ¿De dónde proceden, pues? - Y tanto en India como en Grecia se cometió el mismo error: "nosotros tenemos que haber habitado ya alguna vez en un mundo más alto (en lugar de en un mundo mucho más bajo: ¡lo cual habría sido la verdad! ), nosotros tenemos que haber sido divinos, ¡pues poseemos la razón!"... De hecho, hasta ahora nada ha tenido una fuerza persuasiva más ingenua que el error acerca del ser, tal como fue formulado, por ejemplo, por los eléatas: ¡ese error tiene en favor suyo, en efecto, cada palabra, cada frase que nosotros pronunciamos! -También los adversarios de los eléatas sucumbieron a la seducción de su concepto de ser: entre otros Demócrito, cuando inventó su átomo... La "razón" en el lenguaje: ¡oh, qué vieja hembra engañadora! Temo que no vamos a desembarazarnos de Dios porque continuamos creyendo en la gramática...

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Se me estará agradecido si condenso un conocimiento tan esencial, tan nuevo, en cuatro tesis: así facilito la comprensión, así provoco la contradicción.
Primera tesis. Las razones por las que "este" mundo ha sido calificado de aparente fundamentan, antes bien, su realidad, otra especie distinta de realidad es absolutamente indemostrable.
Segunda tesis. Los signos distintivos que han sido asignados al "ser verdadero" de las cosas son los signos distintivos del no-ser, de la nada, a base de ponerlo en contradicción con el mundo real es como se ha construido el "mundo verdadero": un mundo aparente de hecho, en cuanto es meramente una ilusión óptico-moral.
Tercera tesis. Inventar fábulas acerca de "otro" mundo distinto de éste no tiene sentido, presuponiendo que no domine en nosotros un instinto de calumnia, de empequeñecimiento, de recelo frente a la vida: en este último caso tomamos venganza de la vida con la fantasmagoría de "otra" vida distinta de ésta, "mejor" que ésta.
Cuarta tesis. Dividir el mundo en un mundo "verdadero" y en un mundo "aparente", ya sea al modo del cristianismo, ya sea al modo de Kant (en última instancia, un cristiano alevoso), es únicamente una sugestión de la décadence, un síntoma de vida descendente... El hecho de que el artista estime más la apariencia que la realidad no constituye una objeción contra esta tesis. Pues "la apariencia" significa aquí la realidad una vez más, sólo que seleccionada, reforzada, corregida... El artista trágico no es un pesimista, dice precisamente sí incluso a todo lo problemático y terrible, es dionisíaco...

Texto de Kant

KANT, I:
Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, selec., caps., 1º y 2º (Trad. M. García Morente). Ed. Espasa-Calpe.1973, pp. 25-108.
(Marcados en color los fragmentos que caído en selectividad en los últimos años)

CAPÍTULO 1: Tránsito del conocimiento moral vulgar de la razón al conocimiento filosófico.

Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda pensarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad. El entendimiento, el gracejo, el juicio, o como quieran llamarse los talentos del espíritu; el valor, la decisión, la perseverancia en los propósitos, como cualidades del temperamento, son sin duda, en muchos respectos buenos y deseables; pero también pueden llegar a ser extraordinariamente malos y dañinos si la voluntad que ha de hacer uso de estos dones de la naturaleza (...) no es buena. Lo mismo sucede con los dones de la fortuna. El poder, la riqueza, la honra, la salud misma y la completa satisfacción y el contento del propio estado, bajo el nombre de felicidad, dan valor, y tras él, a veces arrogancia, si no existe una buena voluntad que rectifique y acomode a un fin universal el influjo de esa felicidad y con él el principio todo de la acción ( ... )
La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto; es buena sólo por el querer, es decir, es buena en sí misma. Considerada por sí misma, es, sin comparación, muchísimo más valiosa que todo lo que por medio de ella pudiéramos verificar en provecho o gracia de alguna inclinación y, si se quiere, de la suma de todas las inclinaciones. Aun cuando, por particulares enconos del azar o por la mezquindad de una naturaleza madrastra, le faltase por completo a esa voluntad la facultad de sacar adelante su propósito; si, a pesar de sus mayores esfuerzos, no pudiera llevar a cabo nada y sólo quedase la buena voluntad -no desde luego como un mero deseo sino como el acopio de todos los medios que están en nuestro poder-, sería esa buena voluntad como una joya brillante por sí misma, como algo que en sí mismo posee su pleno valor. La utilidad o la esterilidad no pueden ni añadir ni quitar nada a ese valor ( ... ).
Para desenvolver el concepto de una voluntad digna de ser estimada por sí misma, de una voluntad buena sin ningún propósito ulterior, tal como ya se encuentra en el sano entendimiento natural, sin que necesite ser enseñado, sino, más bien explicado, para desenvolver ese concepto que se halla siempre en la cúspide de toda la estimación que hacemos de nuestras acciones y que es la condición de todo lo demás, vamos a considerar el concepto del deber que contiene el de una voluntad buena, si bien bajo ciertas restricciones y obstáculos subjetivos, los cuales, sin embargo, lejos de ocultarlo y hacerlo incognoscible, más bien por contraste lo hacen resaltar y aparecer con mayor claridad.
Prescindo aquí de todas aquellas acciones conocidas ya como contrarias al deber, aunque en este o aquel sentido puedan ser útiles; en efecto, en ellas ni siquiera se plantea la cuestión de si pueden suceder por deber, puesto que ocurren en contra de éste. También dejar a un lado las acciones que, siendo realmente conformes al deber, no son de aquellas hacia las cuales el hombre siente inclinación inmediatamente; pero, sin embargo, las lleva a cabo porque otra inclinación le empuja a ello. En efecto, en estos casos puede distinguirse muy fácilmente si la acción conforme al deber ha sucedido por deber o por una intención egoísta. Mucho más difícil de notar es esa diferencia cuando la acción es conforme al deber y el sujeto, además, tiene una inclinación inmediata hacia ella. Por ejemplo: es conforme al deber que el mercader no cobre más caro a un comprador inexperto; y en los sitios donde hay mucho comercio, el comerciante avisado y prudente no lo hace, en efecto, sino que mantiene un precio fijo para todos en general, de suerte que un niño puede comprar en su casa tan bien como otro cualquiera. Así, pues, uno es servido honradamente. Mas esto no es ni mucho menos suficiente para creer que el mercader haya obrado así por deber, por principios de honradez: su provecho lo exigía; (...)
En cambio, conservar cada cual su vida es un deber, y además todos tenemos una inmediata inclinación a hacerlo así. Mas, por eso mismo, el cuidado angustioso que la mayor parte de los hombres pone en ello no tiene un valor interior, y la máxima que rige ese cuidado carece de un contenido moral. Conservan su vida conformemente al deber, sí; pero no por deber. En cambio, cuando las adversidades y una pena sin consuelo han arrebatado a un hombre todo el gusto por la vida, si este infeliz, con ánimo entero y sintiendo mas indignación que apocamiento o desaliento, y aun deseando la muerte, conserva su vida sin amarla, sólo por deber y no por inclinación o miedo, entonces su máxima sí tiene un contenido moral. ( ... )
La segunda proposición es esta: una acción hecha por deber tiene su valor moral, no en el propósito que por medio de ella se quiere alcanzar, sino en la máxima por la cual ha sido resuelta; no depende, pues, de la realidad del objeto de la acción, sino meramente del principio del querer, según el cual ha sucedido la acción, prescindiendo de todos los objetos de la facultad del desear. Por lo anteriormente dicho se ve con claridad que los propósitos que podamos tener al realizar las acciones, y los efectos de éstas, considerados como fines y motores de la voluntad, no pueden proporcionar a las acciones ningún valor absoluto y moral. ¿Dónde pues, puede residir este valor, ya que no debe residir en la voluntad, en relación con los efectos esperados? No puede residir sino en el principio de la voluntad, prescindiendo de los fines que puedan realizarse por medio de la acción (...).
La tercera proposición, consecuencia de las dos anteriores, la formularía yo de esta manera: el deber es la necesidad de una acción por respeto a la ley. ( ... ) Una acción realizada por deber tiene que excluir por completo el influjo de la inclinación, y con ésta todo objeto de la voluntad; no queda, pues, otra cosa que pueda determinar la voluntad, si no es, objetivamente, la ley y, subjetivamente el respeto puro a esa ley práctica y, por tanto, la máxima de obedecer siempre a esa ley, aun con perjuicio de todas mis inclinaciones. ( ... )
Pero ¿cuál puede ser esa ley cuya representación, aun sin referirnos al efecto que se espera de ella, tiene que determinar la voluntad para que ésta pueda llamarse buena en absoluto y sin restricción alguna? Como he sustraído la voluntad a todos los afanes que pudieran apartarla del cumplimiento de una ley, no queda nada más que la universal legalidad de las acciones en general -que debe ser el único principio de la voluntad-; es decir, yo no debo obrar nunca más que de modo que pueda querer que mi máxima deba convertirse en ley universal. ( ... )
Para saber lo. que he de hacer para que mi querer sea moralmente bueno, no necesito ir a buscar muy lejos una penetración especial. Inexperto en lo que se refiere al curso del mundo, incapaz de estar preparado para los sucesos todos que en él ocurren, bástame preguntar: ¿puedes querer que tu máxima se convierta en ley universal? Si no, es una máxima reprobable, y no por algún perjuicio que pueda ocasionarte a ti o a algún otro, sino porque no puede convenir, como principio, en una legislación universal posible; la razón me impone respeto inmediato por esta universal legislación, de la cual no conozco aún el fundamento -que el filósofo habrá de indagar-. ( ... )

CAPÍTULO II: Tránsito de la filosofía moral popular a la metafísica de las costumbres.

...Y en esta coyuntura, para impedir que caigamos de las alturas de nuestras ideas del deber, para conservar en nuestra alma el fundado respeto a su ley, nada como la convicción clara de que no importa que no haya habido nunca acciones emanadas de esas puras fuentes, que no se trata aquí de si sucede esto o aquello, sino de que la razón, por sí misma e independientemente de todo fenómeno, ordena lo que debe suceder (...); así, por ejemplo, ser leal en las relaciones de amistad no podría dejar de ser exigible a todo hombre, aunque hasta hoy no hubiese habido ningún amigo leal, porque este deber reside, como deber en general, antes que toda experiencia, en la idea de una razón que determina la voluntad por fundamentos a priori.
( ... )
El peor servicio que puede hacerse a la moralidad es quererla deducir de ciertos ejemplos. Porque cualquier ejemplo que se me presente de ella tiene que ser a su vez previamente juzgado según principios de la moralidad, para saber si es digno de servir de ejemplo originario, esto es, de modelo; y el ejemplo no puede ser en manera alguna el que nos proporcione el concepto de la moralidad. ( ... )
Todos los imperativos exprésanse por medio de un "deber ser" y muestran así la relación de una ley objetiva de la razón a una voluntad que, por su constitución subjetiva, no es determinada necesariamente por tal ley (una constricción). Dicen que fuera bueno hacer u omitir algo; pero lo dicen a una voluntad que no siempre hace algo sólo porque se le represente que es bueno hacerlo. Es, empero, prácticamente bueno lo que determina la voluntad por medio de representaciones de la razón y, consiguientemente, no por causas subjetivas, sino objetivas, esto es, por fundamentos que son válidos para todo ser racional como tal. ( ... )
Pues bien, todos los imperativos mandan, ya hipotética, ya categóricamente... Ahora bien, si la acción es buena sólo como medio para alguna otra cosa, entonces el imperativo es hipotético; pero si la acción es representada como buena en sí, esto es como necesaria en una voluntad conforme en sí con la razón, como un principio de tal voluntad, entonces el imperativo es categórico. ( ... )
El imperativo categórico es, pues, único, y es como sigue: obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal. ( ... )

La universalidad de la ley por la cual suceden efectos constituye lo que se llama naturaleza en su más amplio sentido...; esto es, la existencia de las cosas, en cuanto que está determinada por leyes universales. Resulta de aquí que el imperativo universal del deber puede formularse: obra como si la máxima de tu acción debiera tornarse, por tu voluntad, ley universal de la naturaleza ( ... )
En una filosofía práctica donde no se trata para nosotros de admitir fundamentos de lo que sucede, sino leyes de lo que debe suceder, aún cuando ello no suceda nunca ( ... ) no necesitamos instaurar investigaciones acerca de los fundamentos de por qué unas cosas agradan o desagradan... no necesitamos investigar en qué descanse el sentimiento de placer y dolor, y cómo de aquí se originen deseos e inclinaciones y de ellas máximas, por la intervención de la razón;... porque si la razón por sí sola determina la conducta... ha de hacerlo necesariamente a priori. (...)
Pero suponiendo que haya algo cuya existencia en sí misma posea un valor absoluto, algo que, como fin en sí mismo, pueda ser fundamento de determinadas leyes, entonces en ello y sólo en ello estaría el fundamento de un posible imperativo categórico, es decir, de la ley práctica.
Ahora yo digo, el hombre, y en general todo ser racional, existe como fin en sí mismo, no sólo como medio para usos cualesquiera de esta o aquella voluntad; debe en todas sus acciones, no sólo las dirigidas a sí mismo, sino las dirigidas a los demás seres racionales, ser considerado siempre al mismo tiempo como fin. (...)
Si, pues, ha de haber un principio práctico supremo y un imperativo categórico con respecto a la voluntad humana, habrá de ser tal que, por la representación de lo que es fin para todos necesariamente, porque es fin en sí mismo, constituya un principio objetivo de la voluntad y, por tanto, pueda servir de ley práctica universal. El fundamento de este principio es: la naturaleza racional existe como fin en sí mismo. Así se representa necesariamente el hombre su propia existencia, y en ese respecto es ella un principio subjetivo de las acciones humanas.
Así se representa, empero, también todo ser racional su existencia, a consecuencia del mismo fundamento racional, que para mí vale; es, pues, al mismo tiempo un principio objetivo, del cual, como fundamento práctico supremo, han de poder derivarse todas las leyes de la voluntad. El imperativo práctico será, pues, como sigue: obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio.

Texto de Marx

MARX, K:
“Prefacio” a la Contribución a la Crítica de la Economía Política. (Trad. J. Merino). Alberto Corazón Editor. Madrid. 1970, pp. 33-41
(Marcados en color los fragmentos que caído en selectividad en los últimos años)

PREFACIO
Examino el sistema de la economía burguesa por el orden siguiente: Capital, Propiedad, Trabajo asalariado; Estado, Comercio exterior, Mercado mundial. Bajo los tres primeros títulos estudio las condiciones económicas de existencia de las tres grandes clases en las cuales se divide la sociedad burguesa moderna; el enlace de los otros tres títulos salta a la vista. La primera sección del primer libro, que trata del capital, comprende los capítulos siguientes: 1.º La mercancía. 2.º La moneda o la circulación simple. 3.º El capital en general. Los dos primeros capítulos forman el contenido de este volumen. Tengo a la vista el conjunto de materiales en forma de monografías escritas con largos intervalos para mi propia ilustración, no para la imprenta, y cuya ininterrumpida elaboración, según el plan indicado, dependerá de las circunstancias.
Suprimo un prólogo general que había esbozado porque, después de reflexionar bien, me parece que anticipar resultados que quedan todavía por demostrar podría desconcertar, y porque el lector que tenga la bondad de seguirme tendrá que decidirse a elevarse de lo particular a lo general. En cambio, algunas indicaciones sobre el curso de mis propios estudios político-económicos podrían encajar muy bien aquí.
Mi estudio profesional era la jurisprudencia, que sin embargo no continué más que de un modo accesorio respecto a la filosofía e historia, como una disciplina subordinada. Por los años 1842-1843, en calidad de redactor en la Rheinische Zeitung, me vi obligado por primera vez a dar mi opinión sobre los llamados intereses materiales. Las discusiones del Landtag renano sobre los delitos forestales y el parcelamiento de la propiedad rústica, la polémica que M. von Schapper, primer presidente a la sazón de la provincia renana, entabló con la Rheinische Zeitung, respecto a las condiciones de vida de los aldeanos del Mosela, y por último las discusiones sobre el librecambio y la protección, me dieron los primeros motivos para ocuparme de las cuestiones económicas. Por otra parte, en esta época en que el afán de «avanzar» vencía a menudo a la verdadera sabiduría, se había hecho oír en la Rheinische Zeitung un eco debilitado, por decirlo así, filosófico, del socialismo y del comunismo franceses. Me pronuncié contra este titulado, pero al mismo tiempo confesé claramente, en una controversia con la Allgemeine Augsburger Zeitung, que los estudios que yo había hecho hasta entonces no me permitían arriesgar un juicio respecto de la naturaleza de las tendencias francesas. La ilusión de los gerentes de la Rheinische Zeitung, que creían conseguir desviar la sentencia de muerte pronunciada contra su periódico imprimiéndole una tendencia más moderada, me ofreció la ocasión, que me apresuré a aprovechar, de dejar la escena pública y retirarme a mi gabinete de estudio.
El primer trabajo que emprendí para resolver las dudas que me asaltaban fue una revisión crítica de la Rechtsphilosophie de Hegel, trabajo cuyos preliminares aparecieron en los Deutsch-Französische Jahrbucher, publicados en París en 1844. Mis investigaciones dieron este resultado: que las relaciones jurídicas, así como las formas de Estado, no pueden explicarse ni por sí mismas, ni por la llamada evolución general del espíritu humano; que se originan más bien en las condiciones materiales de existencia que Hegel, siguiendo el ejemplo de los ingleses y franceses del siglo XVIII, comprendía bajo el nombre de «sociedad civil»; pero que la anatomía de la sociedad hay que buscarla en la economía política. Había comenzado el estudio de ésta en París y lo continuaba en Bruselas, donde me había establecido a consecuencia de una sentencia de expulsión dictada por el señor Guizot contra mí. El resultado general a que llegué y que, una vez obtenido, me sirvió de guía para mis estudios, puede formularse brevemente de este modo: en la producción social de su existencia, los hombres entran en relaciones determinadas, necesarias, independientes de su voluntad; estas relaciones de producción corresponden a un grado determinado de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas relaciones de producción constituye la estructura económica de la sociedad, la base real, sobre la cual se eleva una superestructura jurídica y política y a la que corresponden formas sociales determinadas de conciencia El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de vida social, política e intelectual en general. No es la conciencia de los hombres la que determina la realidad; por el contrario, la realidad social es la que determina su conciencia. Durante el curso de su desarrollo, las fuerzas productoras de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes, o, lo cual no es más que su expresión jurídica, con las relaciones de propiedad en cuyo interior se habían movido hasta entonces. De formas de desarrollo de las fuerzas productivas que eran estas relaciones se convierten en trabas de estas fuerzas. Entonces se abre una era de revolución social. El cambio que se ha producido en la base económica trastorna más o menos lenta o rápidamente toda la colosal superestructura. Al considerar tales trastornos importa siempre distinguir entre el trastorno material de las condiciones económicas de producción -que se debe comprobar fielmente con ayuda de las ciencias físicas y naturales- y las formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas o filosóficas; en una palabra, las formas ideológicas bajo las cuales los hombres adquieren conciencia de este conflicto y lo resuelven. Así como no se juzga a un individuo por la idea que él tenga de sí mismo, tampoco se puede juzgar tal época de trastorno por la conciencia de sí misma; es preciso, por el contrario, explicar esta conciencia por las contradicciones de la vida material, por el conflicto que existe entre las fuerzas productoras sociales y las relaciones de producción. Una sociedad no desaparece nunca antes de que sean desarrolladas todas las fuerzas productoras que pueda contener, y las relaciones de producción nuevas y superiores no se sustituyen jamás en ella antes de que las condiciones materiales de existencia de esas relaciones hayan sido incubadas en el seno mismo de la vieja sociedad. Por eso la humanidad no se propone nunca más que los problemas que puede resolver, pues, mirando de más cerca, se verá siempre que el problema mismo no se presenta más que cuando las condiciones materiales para resolverlo existen o se encuentran en estado de existir. Esbozados a grandes rasgos, los modos de producción asiático, antiguo, feudal y burgués moderno pueden ser designados como otras tantas épocas progresivas de la formación social económica. Las relaciones burguesas de producción son la última forma antagónica del proceso de producción social, no en el sentido de un antagonismo individual, sino en el de un antagonismo que nace de las condiciones sociales de existencia de los individuos; las fuerzas productoras que se desarrollan en el seno de la sociedad burguesa crean al mismo tiempo las condiciones materiales para resolver este antagonismo. Con esta formación social termina, pues, la prehistoria de la sociedad humana.
Friedrich Engels con quien (desde la publicación en los Deutsch-französische Jahrbucher, de su genial esbozo de una crítica de las categorías económicas) sostenía una constante correspondencia, en la que intercambiábamos nuestras ideas, había llegado por otro camino -comparad su Lage der arbeitenden Klasse in England- al mismo resultado que yo. Y cuando, en la primavera de 1845, vino, también él, a domiciliarse en Bruselas, acordamos contrastar conjuntamente nuestro punto de vista con el ideológico de la filosofía alemana; en realidad, liquidar con nuestra conciencia filosófica anterior. El manuscrito, dos gruesos volúmenes en octavo, hacía largo tiempo que se encontraba en poder del editor, en Westfalia, cuando nos advirtieron que un cambio de circunstancias ponía un obstáculo a la impresión. Abandonamos el manuscrito a la roedora crítica de los ratones tanto más a gusto cuanto que habíamos alcanzado nuestro principal fin, aclarar nuestras propias ideas.
De los trabajos dispersos que hemos sometido al público en esta época y en los cuales hemos expuesto nuestros puntos de vista sobre diversas cuestiones, no mencionaré más que el Manifest der Kommunistischen Partei, redactado por Engels y yo en colaboración, y el Discurso sobre el libre cambio, publicado por mí. Nuestros puntos de vista decisivos han sido expuestos científicamente por primera vez, aunque bajo la forma de una polémica, en mi escrito, aparecido en 1847, y dirigido contra Proudhon: Miseria de la Filosofía, etc. La tirada de una disertación sobre el trabajo asalariado, escrita en alemán y compuesta de conferencias que yo había dirigido al grupo de obreros alemanes de Bruselas, fue interrumpida por la revolución de febrero y consiguientemente expulsión.
La publicación de la Neue Rheinische Zeitung, en 1848-1849, y los acontecimientos posteriores interrumpieron mis estudios económicos, que no pude proseguir hasta 1850, en Londres. La prodigiosa cantidad de materiales para la historia de la Economía política amontonada en el British Museum; la situación tan favorable que ofrece Londres para la observación de la sociedad burguesa, y en fin. La nueva fase de desarrollo en que ésta parecía entrar por el descubrimiento del oro californiano y australiano, me decidieron a comenzar de nuevo por el principio y a someter a un examen crítico los nuevos materiales. Estos estudios me llevaron por sí mismos a investigaciones que parecían alejarme de mi objeto y en las que, sin embargo, tuve que detenerme más o menos tiempo. Pero lo que abrevió sobre todo el tiempo de que disponía fue la imperiosa necesidad de producir un trabajo remunerador. Mi colaboración, comenzada hacía ocho años, en la New York Tribune, el primer periódico angloamericano, trajo consigo, ya que no me ocupo más que excepcionalmente de periodismo propiamente dicho, una extraordinaria dispersión de mis estudios. Sin embargo, los artículos sobre los acontecimientos económicos notables que tenían lugar en Inglaterra y en el continente, formaban una parte tan considerable de mis aportaciones tuve que familiarizarme con detalles prácticos que caen fuera del dominio de la ciencia propia de la economía política.
Con este esbozo del curso de mis estudios en el terreno de la economía política he querido hacer ver únicamente que mis opiniones, de cualquier manera que se juzguen por otra parte, y aunque concuerden tan poco con los prejuicios interesados de las clases dominantes, son el fruto de largos y concienzudos estudios. Pero en el umbral de la ciencia, como a la entrada del infierno, una obligación se impone:




Qui si convien lasciare ogni sospetto
ogni viltà convien che qui sia morta.
Londres, enero de 1859

Texto de John Locke

LOCKE, J:
Tratado sobre el Gobierno Civil. Alianza Editorial. Madrid 1990, pp. 104, 105, 111-112, 151-152).

CAP VII.
89. Por lo tanto, siempre que cualquier número de hombres esté así unido en sociedad de tal modo que cada uno de ellos haya renunciado a su poder ejecutivo de ley natural y lo haya cedido al poder público, entonces, y sólo entonces, tendremos una sociedad política o civil. Y esto se logra siempre que un grupo de hombres en estado natural entra en sociedad para formar un pueblo, un cuerpo político bajo un gobierno supremo; o, si no, cuando alguno se une a un gobierno ya establecido, y se incorpora a él; pues, mediante ese acto, autoriza a la sociedad, o, lo que es lo mismo, a la legislatura de la misma, a hacer leyes para él según el bien público de la sociedad lo requiera, comprometiéndose, en el grado que le sea posible, a prestar su asistencia en la ejecución de las mismas. Esto es lo que saca a los hombres del estado de naturaleza y los pone en un Estado: el establecimiento de un juez terrenal con autoridad para decidir todas las controversias y para castigar las injurias que puedan afectar a cualquier miembro del Estado; y dicho juez es la legislatura, o el magistrado nombrado por ella. Sin embargo, siempre que haya una agrupación de hombres, aunque estén asociados, que carezcan de un poder decisorio al que apelar, seguirán permaneciendo en el estado de naturaleza.
90. De aquí resulta evidente que la monarquía absoluta, considerada por algunos como el único tipo de gobierno que puede haber en el mundo, es, ciertamente, incompatible con la sociedad civil, y excluye todo tipo de gobierno civil. Pues el fin al que se dirige la sociedad civil es evitar y remediar esos inconvenientes del estado de naturaleza que necesariamente se siguen del hecho de que cada hombre sea juez de su propia causa; y ese fin se logra mediante el establecimiento de una autoridad conocida a la que todos los miembros de la sociedad puedan apelar cuando han sido víctimas de una injuria, o están envueltos en cualquier controversia que pueda surgir; y todos deben obedecer a esa autoridad. Allí donde haya personas que carezcan de una autoridad así, es decir, una autoridad a la que apelar cuando surja algún conflicto entre ellas, esas personas continuarán en el estado de naturaleza; y en esa condición se halla todo príncipe absoluto con respecto a aquellos que están bajo su dominio.

CAP VIII.
95. Al ser los hombres, como ya se ha dicho, todos libres por naturaleza, iguales e independientes, ninguno puede ser sacado de esa condición y puesto bajo el poder político de otro sin su propio consentimiento. El único modo en que alguien se priva a sí mismo de su libertad natural y se somete a las ataduras de la sociedad civil es mediante un acuerdo con otros hombres, según el cual todos se unen formando una comunidad, a fin de convivir los unos con los otros de una manera confortable, segura y pacífica, disfrutando sin riesgo de sus propiedades respectivas y mejor protegidos frente a quienes no forman parte de dicha comunidad. Esto puede hacerlo cualquier grupo de hombres, porque no daña la libertad de los demás, a quienes se deja, tal y como estaban, en estado de naturaleza. Así, cuando un grupo de hombres ha consentido formar una comunidad o gobierno, quedan con ello incorporados a un cuerpo político en el que la mayoría tienen el derecho de actuar y decidir en nombre de todos.
96. Pues cuando un número cualquiera de hombres, con el consentimiento de cada individuo, ha formado una comunidad, ha hecho de esa comunidad un cuerpo con poder de actuar corporativamente; lo cual sólo se consigue mediante la voluntad y determinación de la mayoría. Porque como lo que hace actuar a una comunidad es únicamente el consentimiento de los individuos que hay en ella, y es necesario que todo cuerpo se mueva en una sola dirección, resulta imperativo que el cuerpo se mueva hacia donde lo lleve la fuerza mayor, es decir, el consenso de la mayoría. De no ser así, resultaría imposible que actuara o que continuase siendo un cuerpo, una comunidad, tal y como el consentimiento de cada individuo que se unió a ella acordó que debía ser. Y así, cada uno está obligado, por consentimiento, a someterse al parecer de la mayoría. Vemos, por lo tanto, que en aquellas asambleas a las que se ha dado el poder de actuar por leyes positivas, cuando un número fijo no ha sido estipulado por la ley que les da el poder, el acto de la mayoría se toma como acto del pleno; y desde luego, tiene capacidad decisoria, pues tiene el poder del pleno, tanto por ley de naturaleza como por ley de razón.
97. Y así, cada hombre, al consentir con otros en la formación de un cuerpo político bajo un solo gobierno, se pone a sí mismo bajo la obligación, con respecto a todos y cada uno de los miembros de ese cuerpo, de someterse a las decisiones de la mayoría y a ser guiado por ella. Si no, ese pacto original mediante el que un individuo acuerda con otros incorporarse a la sociedad no significaría nada; y no habría pacto alguno si el individuo quedara completamente libre y sin más lazos que los que tenía antes en el estado de naturaleza. Pues, ¿qué visos de pacto habría en eso? ¿Qué nueva obligación asumiría el individuo si rehusara someterse a los decretos de la sociedad, y sólo aceptara aquellos que a él le convinieran y a los que él diese su consentimiento? Esto conllevaría un grado de libertad igual que el de cualquier otro hombre que, hallándose en estado de naturaleza, sólo se somete y acepta aquellas decisiones de la sociedad que a él le parecen convenientes.

CAP XII.
143. El poder legislativo es aquel que tiene el derecho de determinar cómo habrá de ser empleada la fuerza del Estado, a fin de preservar a la comunidad y a los miembros de ésta. Pero como esas leyes (que han de ejecutarse constantemente y han de estar siempre en vigor) pueden ser hechas en muy poco tiempo, no es necesario que la legislatura haya de estar permanentemente en activo, ni que tenga siempre algo que hacer. Y como, debido a la fragilidad de los hombres (los cuales tienden a acumular poder), éstos podrían ser tentados a tener en sus manos el poder de hacer leyes y el de ejecutarlas para así eximirse de obedecer las leyes que ellos mismos hacen; y como podrían también tener tentaciones de hacer las leyes a su medida y de ejecutarlas para beneficio propio, llegando así a crearse intereses distintos de los del resto de la comunidad y contrarios a los fines de la sociedad y del gobierno, es práctica común en los Estados bien organizados (donde el bien de todos es debidamente considerado) que el poder legislativo sea puesto en manos de diversas personas, las cuales, en formal asamblea, tiene cada una, o en unión con las otras, el poder de hacer leyes; y una vez que las leyes han sido hechas, la asamblea vuelve a disolverse, y sus miembros son entonces simples súbditos, sujetos a las leyes que ellos mismos han hecho; lo cual es un nuevo y seguro modo de garantizar que tengan cuidado de hacerlas con la mira puesta en el bien común.
144. Pero como esas leyes que son hechas de una vez y en poco tiempo tienen, sin embargo, constante y duradera vigencia y necesitan ser ejecutadas y respetadas sin interrupción, es necesario que haya un poder que esté siempre en activo y que vigile la puesta en práctica de esas leyes y la aplicación de las mismas. De ahí el que los poderes legislativo y ejecutivo suelan estar separados.
145. Hay en todo Estado otro poder que podríamos llamar natural, y que responde al que todo hombre tiene naturalmente antes de entrar en sociedad. Pues aunque en un Estado los miembros de éste son personas distintas las unas de las otras y como tales son gobernadas por las leyes de la sociedad, ocurre, sin embargo, que, en referencia al resto de la humanidad, constituyen un cuerpo que está, como cada uno de sus miembros lo estaba antes, en estado de naturaleza con relación al resto del género humano. De esto proviene el que las controversias que tienen lugar entre un hombre cualquiera de la sociedad y otros hombres que se encuentran fuera de ella sean de la competencia del pueblo; y así, una injuria cometida contra un miembro del cuerpo político hace que la comunidad entera participe en la reparación de ese daño. De modo que, así considerada, toda la comunidad viene a ser un solo cuerpo en estado de naturaleza con respecto a todos los demás Estados o personas que están fuera de dicha comunidad.
146. Esto conlleva, por tanto, un poder de hacer la guerra y la paz, de establecer ligas y alianzas y de realizar tratos con todas las personas y comunidades fuera del Estado. A este poder podríamos llamarlo «federativo», si tal apelativo resulta aceptable. Con tal que se entienda la sustancia de lo que digo, me resulta indiferente el nombre que queramos darle.

Texto de Descartes

DESCARTES:
Discurso del Método. II, IV (Trad. G. Quintas Alonso). Ed. Alfaguara. Madrid. 1981, pp. 14-18, 24-30.
(Marcados en color los fragmentos que caído en selectividad en los últimos años)

SEGUNDA PARTE

Pero al igual que un hombre que camina solo y en la oscuridad, tomé la resolución de avanzar tan lentamente y de usar tal circunspección en todas las cosas que aunque avanzase muy poco, al menos me cuidaría al máximo de caer. Por otra parte, no quise comenzar a rechazar por completo algunas de las opiniones que hubiesen podido deslizarse durante otra etapa de mi vida en mis creencias sin haber sido asimiladas en la virtud de la razón, hasta que no hubiese empleado el tiempo suficiente para completar el proyecto emprendido e indagar el verdadero método con el fin de conseguir el conocimiento de todas las cosas de las que mi espíritu fuera capaz.
Había estudiado un poco, siendo más joven, la lógica de entre las partes de la filosofía; de las matemáticas el análisis de los geómetras y el álgebra. Tres artes o ciencias que debían contribuir en algo a mi propósito. Pero habiéndolas examinado, me percaté que en relación con la lógica, sus silogismos y la mayor parte de sus reglas sirven más para explicar a otro cuestiones ya conocidas o, también, como sucede con el arte de Lulio, para hablar sin juicio de aquellas que se ignoran que para llegar a conocerlas. Y si bien la lógica contiene muchos preceptos verdaderos y muy adecuados, hay, sin embargo, mezclados con estos otros muchos que o bien son perjudiciales o bien superfluos, de modo que es tan difícil separarlos como sacar una Diana o una Minerva de un bloque de mármol aún no trabajado. Igualmente, en relación con el análisis de los antiguos o el álgebra de los modernos, además de que no se refieren sino a muy abstractas materias que parecen carecer de todo uso, el primero está tan circunscrito a la consideración de las figuras que no permite ejercer el entendimiento sin fatigar excesivamente la imaginación. La segunda está tan sometida a ciertas reglas y cifras que se ha convertido en un arte confuso y oscuro capaz de distorsionar el ingenio en vez de ser una ciencia que favorezca su desarrollo. Todo esto fue la causa por la que pensaba que era preciso indagar otro método que, asimilando las ventajas de estos tres, estuviera exento de sus defectos. Y como la multiplicidad de leyes frecuentemente sirve para los vicios de tal forma que un Estado está mejor regido cuando no existen más que unas pocas leyes que son minuciosamente observadas, de la misma forma, en lugar del gran número de preceptos del cual está compuesta la lógica, estimé que tendría suficiente con los cuatro siguientes con tal de que tomase la firme y constante resolución de no incumplir ni una sola vez su observancia.
El primero consistía en no admitir cosa alguna como verdadera si no se la había conocido evidentemente como tal. Es decir, con todo cuidado debía evitar la precipitación y la prevención, admitiendo exclusivamente en mis juicios aquello que se presentara tan clara y distintamente a mi espíritu que no tuviera motivo alguno para ponerlo en duda.
El segundo exigía que dividiese cada una de las dificultades a examinar en tantas parcelas como fuera posible y necesario para resolverlas más fácilmente.
El tercero requería conducir por orden mis reflexiones comenzando por los objetos más simples y más fácilmente cognoscibles, para ascender poco a poco, gradualmente, hasta el conocimiento de los más complejos, suponiendo inclusive un orden entre aquellos que no se preceden naturalmente los unos a los otros.
Según el último de estos preceptos debería realizar recuentos tan completos y revisiones tan amplias que pudiese estar seguro de no omitir nada.

Las largas cadenas de razones simples y fáciles, por medio de las cuales generalmente los geómetras llegan a alcanzar las demostraciones más difíciles, me habían proporcionado la ocasión de imaginar que todas las cosas que pueden ser objeto del conocimiento de los hombres se entrelazan de igual forma y que, absteniéndose de admitir como verdadera alguna que no lo sea y guardando siempre el orden necesario para deducir unas de otras, no puede haber algunas tan alejadas de nuestro conocimiento que no podamos, finalmente, conocer ni tan ocultas que no podamos llegar a descubrir. No supuso para mi una gran dificultad el decidir por cuales era necesario iniciar el estudio: previamente sabía que debía ser por las más simples y las más fácilmente cognoscibles. Y considerando que entre todos aquellos que han intentado buscar la verdad en el campo de las ciencias, solamente los matemáticos han establecido algunas demostraciones, es decir, algunas razones ciertas y evidentes, no dudaba que debía comenzar por las mismas que ellos habían examinado. No esperaba alcanzar alguna unidad si exceptuamos el que habituarían mi ingenio a considerar atentamente la verdad y a no contentarse con falsas razones. Pero, por ello, no llegué a tener el deseo de conocer todas las ciencias particulares que comúnmente se conocen como matemáticas, pues viendo que aunque sus objetos son diferentes, sin embargo, no dejan de tener en común el que no consideran otra cosa, sino las diversas relaciones y posibles proporciones que entre los mismos se dan, pensaba que poseían un mayor interés que examinase solamente las proporciones en general y en relación con aquellos sujetos que servirían para hacer más cómodo el conocimiento. Es más, sin vincularlas en forma alguna a ellos para poder aplicarlas tanto mejor a todos aquellos que conviniera. Posteriormente, habiendo advertido que para analizar tales proporciones tendría necesidad en alguna ocasión de considerar a cada una en particular y en otras ocasiones solamente debería retener o comprender varias conjuntamente en mi memoria, opinaba que para mejor analizarlas en particular, debía suponer que se daban entre líneas puesto que no encontraba nada más simple ni que pudiera representar con mayor distinción ante mi imaginación y sentidos; pero para retener o considerar varias conjuntamente, era preciso que las diera a conocer mediante algunas cifras, lo más breves que fuera posible. Por este medio recogería lo mejor que se da en el análisis geométrico y en el álgebra, corrigiendo, a la vez, los defectos de una mediante los procedimientos de la otra.
Y como, en efecto, la exacta observancia de estos escasos preceptos que había escogido, me proporcionó tal facilidad para resolver todas las cuestiones, tratadas por estas dos ciencias, que en dos o tres meses que empleé en su examen, habiendo comenzado por las más simples y más generales, siendo, a la vez, cada verdad que encontraba una regla útil con vistas a alcanzar otras verdades, no solamente llegué a concluir el análisis de cuestiones que en otra ocasión había juzgado de gran dificultad, sino que también me pareció, cuando concluía este trabajo, que podía determinar en tales cuestiones en qué medios y hasta dónde era posible alcanzar soluciones de lo que ignoraba. En lo cual no pareceré ser excesivamente vanidoso si se considera que no habiendo más que un conocimiento verdadero de cada cosa, aquel que lo posee conoce cuanto se puede saber. Así un niño instruido en aritmética, habiendo realizado una suma según las reglas pertinentes puede estar seguro de haber alcanzado todo aquello de que es capaz el ingenio humano en lo relacionado con la suma que él examina. Pues el método que nos enseña a seguir el verdadero orden y a enumerar verdaderamente todas las circunstancias de lo que se investiga, contiene todo lo que confiere certeza a las reglas de la Aritmética.
Pero lo que me producía más agrado de este método era que siguiéndolo estaba seguro de utilizar en todo mi razón, si no de un modo absolutamente perfecto, al menos de la mejor forma que me fue posible. Por otra parte, me daba cuenta de que la práctica del mismo habituaba progresivamente mi ingenio a concebir de forma más clara y distinta sus objetos y puesto que no lo había limitado a materia alguna en particular, me prometía aplicarlo con igual utilidad a dificultades propias de otras ciencias al igual que lo había realizado con las del Álgebra. Con esto no quiero decir que pretendiese examinar todas aquellas dificultades que se presentasen en un primer momento, pues esto hubiera sido contrario al orden que el método prescribe. Pero habiéndome prevenido de que sus principios deberían estar tomados de la filosofía, en la cual no encontraba alguno cierto, pensaba que era necesario ante todo que tratase de establecerlos. Y puesto que era lo más importante en el mundo y se trataba de un tema en el que la precipitación y la prevención eran los defectos que más se debían temer, juzgué que no debía intentar tal tarea hasta que no tuviese una madurez superior a la que se posee a los veintitrés años, que era mi edad, y hasta que no hubiese empleado con anterioridad mucho tiempo en prepararme, tanto desarraigando de mi espíritu todas las malas opiniones y realizando un acopio de experiencias que deberían constituir la materia de mis razonamientos, como ejercitándome siempre en el método que me había prescrito con el fin de afianzarme en su uso cada vez más.

CUARTA PARTE

No sé si debo entreteneros con las primeras meditaciones allí realizadas, pues son tan metafísicas y tan poco comunes, que no serán del gusto de todos. Y sin embargo, con el fin de que se pueda opinar sobre la solidez de los fundamentos que he establecido, me encuentro en cierto modo obligado a referirme a ellas. Hacía tiempo que había advertido que, en relación con las costumbres, es necesario en algunas ocasiones opiniones muy inciertas tal como si fuesen indudables, según he advertido anteriormente. Pero puesto que deseaba entregarme solamente a la búsqueda de la verdad, opinaba que era preciso que hiciese todo lo contrario y que rechazase como absolutamente falso todo aquello en lo que pudiera imaginar la menor duda, con el fin de comprobar si, después de hacer esto, no quedaría algo en mi creencia que fuese enteramente indudable. Así pues, considerando que nuestros sentidos en algunas ocasiones nos inducen a error, decidí suponer que no existía cosa alguna que fuese tal como nos la hacen imaginar. Y puesto que existen hombres que se equivocan al razonar en cuestiones relacionadas con las más sencillas materias de la geometría y que incurren en paralogismos, juzgando que yo, como cualquier otro estaba sujeto a error, rechazaba como falsas todas las razones que hasta entonces había admitido como demostraciones. Y, finalmente, considerado que hasta los pensamientos que tenemos cuando estamos despiertos pueden asaltarnos cuando dormimos, sin que ninguno en tal estado sea verdadero, me resolví a fingir que todas las cosas que hasta entonces habían alcanzado mi espíritu no eran más verdaderas que las ilusiones de mis sueños. Pero, inmediatamente después, advertí que, mientras deseaba pensar de este modo que todo era falso, era absolutamente necesario que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa. Y dándome cuenta de que esta verdad: pienso, luego soy, era tan firme y tan segura que todas las extravagantes suposiciones de los escépticos no eran capaces de hacerla tambalear, juzgué que podía admitirla sin escrúpulo como el primer principio de la filosofía que yo indagaba.
Posteriormente, examinando con atención lo que yo era, y viendo que podía fingir que carecía de cuerpo, así como que no había mundo o lugar alguno en el que me encontrase, pero que, por ello, no podía fingir que yo no era, sino que por el contrario, sólo a partir de que pensaba dudar acerca de la verdad de otras cosas, se seguía muy evidente y ciertamente que yo era, mientras que, con sólo que hubiese cesado de pensar, aunque el resto de lo que había imaginado hubiese sido verdadero, no tenía razón alguna para creer que yo hubiese sido, llegué a conocer a partir de todo ello que era una sustancia cuya esencia o naturaleza no reside sino en pensar y que tal sustancia, para existir, no tiene necesidad de lugar alguno ni depende de cosa alguna material. De suerte que este yo, es decir, el alma, en virtud de la cual yo soy lo que soy, es enteramente distinta del cuerpo, más fácil de conocer que éste y, aunque el cuerpo no fuese, no dejaría de ser todo lo que es.
Analizadas estas cuestiones, reflexionaba en general sobre todo lo que se requiere para afirmar que una proposición es verdadera y cierta, pues, dado que acababa de identificar una que cumplía tal condición, pensaba que también debía conocer en qué consiste esta certeza. Y habiéndome percatado que nada hay en pienso, luego soy que me asegure que digo la verdad, a no ser que yo veo muy claramente que para pensar es necesario ser, juzgaba que podía admitir como regla general que las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas; no obstante, hay solamente cierta dificultad en identificar correctamente cuáles son aquellas que concebimos distintamente.
A continuación, reflexionando sobre que yo dudaba y que, en consecuencia, mi ser no era omniperfecto pues claramente comprendía que era una perfección mayor el conocer que el dudar, comencé a indagar de dónde había aprendido a pensar en alguna cosa más perfecta de lo que yo era; conocí con evidencia que debía ser en virtud de alguna naturaleza que realmente fuese más perfecta. En relación con los pensamientos que poseía de seres que existen fuera de mi, tales como el cielo, la tierra, la luz, el calor y otros mil, no encontraba dificultad alguna en conocer de dónde provenían pues no constatando nada en tales pensamientos que me pareciera hacerlos superiores a mi, podía estimar que si eran verdaderos, fueran dependientes de mi naturaleza, en tanto que posee alguna perfección; si no lo eran, que procedían de la nada, es decir, que los tenía porque había defecto en mi. Pero no podía opinar lo mismo acerca de la idea de un ser más perfecto que el mío, pues que procediese de la nada era algo manifiestamente imposible y puesto que no hay una repugnancia menor en que lo más perfecto sea una consecuencia y esté en dependencia de lo menos perfecto, que la existencia en que algo proceda de la nada, concluí que tal idea no podía provenir de mí mismo. De forma que únicamente restaba la alternativa de que hubiese sido inducida en mí por una naturaleza que realmente fuese más perfecta de lo que era la mía y, también, que tuviese en sí todas las perfecciones de las cuales yo podía tener alguna idea, es decir, para explicarlo con una palabra que fuese Dios. A esto añadía que, puesto que conocía algunas perfecciones que en absoluto poseía, no era el único ser que existía (permitidme que use con libertad los términos de la escuela), sino que era necesariamente preciso que existiese otro ser más perfecto del cual dependiese y del que yo hubiese adquirido todo lo que tenía. Pues si hubiese existido solo y con independencia de todo otro ser, de suerte que hubiese tenido por mi mismo todo lo poco que participaba del ser perfecto, hubiese podido, por la misma razón, tener por mi mismo cuanto sabía que me faltaba y, de esta forma, ser infinito, eterno, inmutable, omnisciente, todopoderoso y, en fin, poseer todas las perfecciones que podía comprender que se daban en Dios. Pues siguiendo los razonamientos que acabo de realizar, para conocer la naturaleza de Dios en la medida en que es posible a la mía, solamente debía considerar todas aquellas cosas de las que encontraba en mí alguna idea y si poseerlas o no suponía perfección; estaba seguro de que ninguna de aquellas ideas que indican imperfección estaban en él, pero sí todas las otras. De este modo me percataba de que la duda, la inconstancia, la tristeza y cosas semejantes no pueden estar en Dios, puesto que a mi mismo me hubiese complacido en alto grado el verme libre de ellas. Además de esto, tenía idea de varias cosas sensibles y corporales; pues, aunque supusiese que soñaba y que todo lo que veía o imaginaba era falso, sin embargo, no podía negar que esas ideas estuvieran verdaderamente en mi pensamiento. Pero puesto que había conocido en mí muy claramente que la naturaleza inteligente es distinta de la corporal, considerando que toda composición indica dependencia y que ésta es manifiestamente un defecto, juzgaba por ello que no podía ser una perfección de Dios al estar compuesto de estas dos naturalezas y que, por consiguiente, no lo estaba; por el contrario, pensaba que si existían cuerpos en el mundo o bien algunas inteligencias u otras naturalezas que no fueran totalmente perfectas, su ser debía depender de su poder de forma tal que tales naturalezas no podrían subsistir sin él ni un solo momento.
Posteriormente quise indagar otras verdades y habiéndome propuesto el objeto de los geómetras, que concebía como un cuerpo continuo o un espacio indefinidamente extenso en longitud, anchura y altura o profundidad, divisible en diversas partes, que podían poner diversas figuras y magnitudes, así como ser movidas y trasladadas en todas las direcciones, pues los geómetras suponen esto en su objeto, repasé algunas de las demostraciones más simples. Y habiendo advertido que esta gran certeza que todo el mundo les atribuye, no está fundada sino que se las concibe con evidencia, siguiendo la regla que anteriormente he expuesto, advertí que nada había en ellas que me asegurase de la existencia de su objeto. Así, por ejemplo, estimaba correcto que, suponiendo un triángulo, entonces era preciso que sus tres ángulos fuesen iguales a dos rectos; pero tal razonamiento no me aseguraba que existiese triángulo alguno en el mundo. Por el contrario, examinando de nuevo la idea que tenía de un Ser Perfecto, encontraba que la existencia estaba comprendida en la misma de igual forma que en la del triángulo está comprendida la de que sus tres ángulos sean iguales a dos rectos o en la de una esfera que todas sus partes equidisten del centro e incluso con mayor evidencia. Y, en consecuencia, es por lo menos tan cierto que Dios, el Ser Perfecto, es o existe como lo pueda ser cualquier demostración de la geometría.
Pero lo que motiva que existan muchas personas persuadidas de que hay una gran dificultad en conocerle y, también, en conocer la naturaleza de su alma, es el que jamás elevan su pensamiento sobre las cosas sensibles y que están hasta tal punto habituados a no considerar cuestión alguna que no sean capaces de imaginar (como de pensar propiamente relacionado con las cosas materiales), que todo aquello que no es imaginable, les parece ininteligible. Lo cual es bastante manifiesto en la máxima que los mismos filósofos defienden como verdadera en las escuelas, según la cual nada hay en el entendimiento que previamente no haya impresionado los sentidos. En efecto, las ideas de Dios y el alma nunca han impresionado los sentidos y me parece que los que desean emplear su imaginación para comprenderlas, hacen lo mismo que si quisieran servirse de sus ojos para oír los sonidos o sentir los olores. Existe aún otra diferencia: que el sentido de la vista no nos asegura menos de la verdad de sus objetos que lo hacen los del olfato u oído, mientras que ni nuestra imaginación ni nuestros sentidos podrían asegurarnos cosa alguna si nuestro entendimiento no interviniese.
En fin, si aún hay hombres que no están suficientemente persuadidos de la existencia de Dios y de su alma en virtud de las razones aducidas por mí, deseo que sepan que todas las otras cosas, sobre las cuales piensan estar seguros, como de tener un cuerpo, de la existencia de astros, de una tierra y cosas semejantes, son menos ciertas. Pues, aunque se tenga una seguridad moral de la existencia de tales cosas, que es tal que, a no ser que se peque de extravagancia, no se puede dudar de las mismas, sin embargo, a no ser que se peque de falta de razón, cuando se trata de una certeza metafísica, no se puede negar que sea razón suficiente para no estar enteramente seguro el haber constatado que es posible imaginarse de igual forma, estando dormido, que se tiene otro cuerpo, que se ven otros astros y otra tierra, sin que exista ninguno de tales seres. Pues ¿cómo podemos saber que los pensamientos tenidos en el sueño son más falsos que los otros, dado que frecuentemente no tienen vivacidad y claridad menor? Y aunque los ingenios más capaces estudien esta cuestión cuanto les plazca, no creo puedan dar razón alguna que sea suficiente para disipar esta duda, si no presuponen la existencia de Dios. Pues, en primer lugar, incluso lo que anteriormente he considerado como una regla (a saber: que lo concebido clara y distintamente es verdadero) no es válido más que si Dios existe, es un ser perfecto y todo lo que hay en nosotros procede de él. De donde se sigue que nuestras ideas o nociones, siendo seres reales, que provienen de Dios, en todo aquello en lo que son claras y distintas, no pueden ser sino verdaderas. De modo que, si bien frecuentemente poseemos algunas que encierran falsedad, esto no puede provenir sino de aquellas en las que algo es confuso y oscuro, pues en esto participan de la nada, es decir, que no se dan en nosotros sino porque no somos totalmente perfectos. Es evidente que no existe una repugnancia menor en defender que la falsedad o la imperfección, en tanto que tal, procedan de Dios, que existe en defender que la verdad o perfección proceda de la nada. Pero si no conocemos que todo lo que existe en nosotros de real y verdadero procede de un ser perfecto e infinito, por claras y distintas que fuesen nuestras ideas, no tendríamos razón alguna que nos asegurara de que tales ideas tuviesen la perfección de ser verdaderas.
Por tanto, después de que el conocimiento de Dios y el alma nos han convencido de la certeza de esta regla, es fácil conocer que los sueños que imaginamos cuando dormimos, no deben en forma alguna hacernos dudar de la verdad de los pensamientos que tenemos cuando estamos despiertos. Pues, si sucediese, inclusive durmiendo, que se tuviese alguna idea muy distinta como, por ejemplo, que algún geómetra lograse alguna nueva demostración, su sueño no impediría que fuese verdad. Y en relación con el error más común de nuestros sueños, consistente en representamos diversos objetos de la misma forma que la obtenida por los sentidos exteriores, carece de importancia el que nos dé ocasión para desconfiar de la verdad de tales ideas, pues pueden inducirnos a error frecuentemente sin que durmamos como sucede a aquellos que padecen de ictericia que todo lo ven de color amarillo o cuando los astros u otros cuerpos demasiado alejados nos parecen de tamaño mucho menor del que en realidad poseen. Pues, bien, estemos en estado de vigilia o bien durmamos, jamás debemos dejarnos persuadir sino por la evidencia de nuestra razón. Y es preciso señalar, que yo afirmo, de nuestra razón y no de nuestra imaginación o de nuestros sentidos, pues aunque vemos el sol muy claramente no debemos juzgar por ello que no posea sino el tamaño con que lo vemos y fácilmente podemos imaginar con cierta claridad una cabeza de león unida al cuerpo de una cabra sin que sea preciso concluir que exista en el mundo una quimera, pues la razón no nos dicta que lo que vemos o imaginamos de este modo, sea verdadero. Por el contrario nos dicta que todas nuestras ideas o nociones deben tener algún fundamento de verdad, pues no sería posible que Dios, que es sumamente perfecto y veraz, las haya puesto en nosotros careciendo del mismo. Y puesto que nuestros razonamientos no son jamás tan evidentes ni completos durante el sueño como durante la vigilia, aunque algunas veces nuestras imágenes sean tanto o más vivas y claras, la razón nos dicta igualmente que no pudiendo nuestros pensamientos ser todos verdaderos, ya que nosotros no somos omniperfectos, lo que existe de verdad debe encontrarse infaliblemente en aquellos que tenemos estando despiertos más bien que en los que tenemos mientras soñamos.